viernes, 13 de marzo de 2009

No es para tanto

Me bajé en la terminal y mi papá me esperaba. Cuando llegamos al auto, me abrió la puerta y me preguntó que como me había ido, que cómo andaba la Mari, se quejó de la situación del país y me contó un par de chismes de gente que no conocía interrumpidos por alguna que otra puteada con su correspondiente gesto obseno a algún automovilista. Mientras hablábamos, noté que desde que me saludó nunca había parado de fumar y le dije que había mucho olor a cigarrillo. Me dijo: "No es para tanto". Arrullada por el discurso de cómo antes los hijos no le faltaban el respeto a los padres, mi mente comenzó a divagar, guiada por el humo ondulante, hasta depositarme 22 años atrás, cuando tenía 4 años. La Mari, que ya estaba en 2do grado, entraba como media hora antes, entonces mataban 2 pájaros de un tiro y nos mandaban juntas. Nos pasaba a buscar un viejo de pelo blanco en un auto rojo sin amortiguadores que hacía las veces de transporte para nosotras dos y otros cuantos niños más. El olor a cigarrillo adentro del auto era insoportable y el viejo hacía caso omiso no solo a las reglas de tránsito sino al hecho de que lo que transportaba en su vehículo eran niños y no marineros y no escatimaba en puteadas constantes a los demás autos, a Alfonsín, y a todo lo que se moviera. En el espejo retrovisor había colgado un escarpín que alguna vez había sido blanco. El asiento de atrás era un mundo de mocosos (N. de R.: la palabra "mocosos" nunca fue mejor aplicada) cambiando figuritas, tratando de hacer el perrito con el yo-yo, remendando a último momento las hojas arrancadas con ojalillos prestados, babeando espuma de palitos de la selva y estornudando sin taparse la boca. Las paradas en cada una de las escuelas se hacía interminable. El asiento estaba inclinado para un lado, por lo que doblar una esquina implicaba, indefectiblemente, terminar apilado arriba del resto contra una de las puertas (que por suerte nunca cedió) y acomodarse a duras penas de nuevo en el lugar de origen justo escasos segundos antes de la próxima esquina, cuando el ritual volvería a repetirse eternamente hasta el final del viaje. Volví en mí arrastrada de nuevo al presente por una frenada. Por suerte siempre uso el cinturón. Lo miré a mi papá. Sus labios se movían pero yo no podía escuchar que decía. Leyéndole los labios, pude descifrar un "Hijo de puta, ¿No ves por dónde vas?" pero no me importó. Lo seguí mirando y vi que, de a poco, su cabeza se va poblando de canas. Giré la cabeza; estábamos solos. Me acomodé en el asiento. El olor a cigarrillo no me pareció tan fuerte. Mi papá tenía razón. No es para tanto. Nada es para tanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario