Hace unos días, me acordé, demasiado simultáneamente, como suele ocurrir en estos casos, de la pregunta de un compañero de secundaria, efectuada varios años atrás. Sentí que el agua hervía, y apagué la hornalla. Busqué la taza amarilla, puse el saquito de mate cocido, tiré el agua (si ya sé que no tiene que hervir porque se quema la yerba y todo eso, pero así es más fácil, es una pava con agua, no un bebé para que uno le esté encima). Me fui a seguir traduciendo, y a los 20 minutos me acordé, volví y la infusión gozaba de un saludable color verde inglés (ufa, a mí me gusta clarito), bucée hasta las profundidades de la taza, rescaté el saquito con cuidado, ya que el contacto prolongado con el agua caliente había debilitado sus paredes y hábilmente lo enrosqué alrededor de la cuchara para estrujar los últimos restos de agua. Probé. "Esta muy fuerte"- pensé. Y fui a la heladera a buscar leche. Le agregué un chorro bien hasta el borde. Probé. "Está muy frío"- pensé. Cuatro cucharadas de azúcar. "Está muy amargo" - pensé (Cualquier semejanza con Ricitos de Oro corre por vuestra propia imaginación). Qué pasa con el azucar que ya no endulza. Tenía razón Charly, che. Dos más. "Está muy dulce". Siempre hago lo mismo. Y ahí fue cuando ocurrió. En el mismísimo momento en que la Lincoln se zambullía en la taza, me acordé de la pregunta:
"¿Y para qué mierda quiero saber yo qué es y para que sirve el principio de Arquímedes???" "Para esto" - pensé, mientras corría a buscar una rejilla antes de que se levante la Mari y vea el enchastre.
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