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sábado, 21 de marzo de 2009

Delay

16 de diciembre de 2004.
Tras cinco años de sudor y lágrimas, la hora estaba por llegar. Hacía un par de días que había rendido la penúltima materia, tras haber sido injustamente "invitada a retirarme" del grupo de estudio de Linguística por mi incapacidad manifiesta de adaptarme a los rígidos horarios, los paupérrimos tiempos de descanso y las numerosas prohibiciones fijados por sus fundadoras la Sole y la Lu Tarditti. Pero Linguística ya era cosa del pasado y ahora se acercaba la última materia, la definitiva, the real stuff. Los preparativos familiares para venir a tirarme huevos y esas cosas habían empezado hacía rato y en mi casa no se hablaba de otro tema. Se tomaron las medidas necesarias: se organizaron las tareas laborales para poder ausentarse el tiempo necesario, se regaron plantas, se cerraron puertas y ventanas, se desenchufaron electrodomésticos, se les explicó a los perros que en un ratito volvían y la familia partió para Córdoba. La emoción los embargaba, especialmente a mi papá. Llegaron al departamento que entonces compartía con la Mari. Mientras, yo estaba en la facultad rindiendo (con la ilusión de salir por la puerta grande con un 10 en la libreta, quién diría que me pondrían un mugriento 6...todavía me dan ganas de llorar). Se dispusieron a tomar unos mates para hacer tiempo hasta la hora en que me entregaban la tan ansiada nota. Sentados a la mesa y entre sorbo y sorbo, los integrantes de la familia hacían los comentarios de rigor: "Che, cómo pasa el tiempo", o "Ya se nos recibe la Cucu" o "Qué bárbaro che". Y entre medio de tanto comentario emotivo, mi papá, que nunca fue un privilegiado en el arte de prestar atención a lo que pasa a su alrededor, preguntó:
-"Che... ¿Y cuántas materias le quedan a Clarisita?"

domingo, 15 de marzo de 2009

Meet the Plants

La Mari nació en Córdoba hace 29 años y casi 30. Pasó su primera infancia en un departamento de estudiantes porque mi mamá se había recibido hace poco de técnica de laboratorio y se levantaba con el sol para ir a trabajar a la Maternidad y mi papá, que todavía sanateaba materias para obtener su título de abogado, acababa de abandonar su antiguo trabajo como vendedor de libros en el Círculo de Lectores y hacía uso y abuso de los artilugios aprendidos en su nuevo puesto como vendedor de autos en Marimón. Eran épocas duras y adquirir una mascota era completamente impensado.
Hoy, reflexionando en retrospectiva, creo que fue esa falta de contacto con otros seres vivos lo que más tarde provocaría esa suerte de insensibilidad y malhumor semiconstante que la caracterizó a la Mari hasta no hace mucho tiempo. Pero olvidemos a la Mari actual y volvamos al pasado. Un día, mi mamá, consciente de la verdad irrefutable de que los niños deben tener algún tipo de contacto con los animales para crecer medianamente normalitos, ahorró unos pesos y un domingo soleado sacó el pañal descartable que guardaba para ocasiones especiales, enfundó a la pequeña Mari en su ropa de salir y partió rumbo al Jardín Zoológico. Todos los que alguna vez han tenido el placer (por "placer" léase "idea suicida") de ir al Jardín Zoológico de Córdoba en un fuckin día soleado sabrán lo extenuantemente agotador que es subir y bajar interminables lomas y escalinatas acompañados por el exquisito e inconfundible aroma mezcla entre pescado, frutas y verduras podridas y heces varias. Pero mi mamá, en su afán por mostrarle a su primogénita las maravillas del mundo animal, e imposibilitada de sentar 12 horas diarias a la criatura frente a una TV zumbante plantada en Animal Planet como se estila ahora, siguió adelante con su plan. Mostrando un estoicismo digno de admiración, achinaba los ojos como quien busca a Wally en la multitud para tratar de dar con los animales y, una vez que finalmente encontraba al insignificante morador de una jaula, se lo mostraba a la Mari señalando con el dedo y a los gritos:
-"¡Mirá Maaari! ¡Un mono!" o "Mirá Mari: eso de allá es un pavo real, ¿ves?" o "Mirá Mari el señor cómo le da pescado al oso polar"
La Mari, como ausente, apenas si la escuchaba, hipnotizada por los encantos de otras criaturas que jamás había tenido el gusto de conocer: las plantas.

sábado, 14 de febrero de 2009

Herejía

Desde pequeña fui criada feminista. Y cuando digo feminista no hablo de un feminismo moderado orientado al lograr un trato igualitario y derechos equitativos para las mujeres en relación con los hombres. Cuando digo feminista hablo de la versión más ortodoxa. Hablo de un rechazo indiscriminado, de una resistencia rotunda, de un odio visceral a todo lo impuesto por cualquier persona con carga cromosómica XY . Onda:

-Papá: "Traeme un vasito de agua, hijita"
-Cucu: "¡No! ¿Por qué te tengo que traer un vaso de agua? ¿Porque soy mujer?"

Y tanto absorbí las enseñanzas de una madre arrancada de las entrañas mismas de una generación antihombre por naturaleza que hasta no hace mucho era una convencida de que los hombres "son una raza inferior". A saber:
-Los hombres nunca evolucionaron. Nunca salieron de las cavernas y una prueba irrefutable de ello lo da el hecho de que son insensatamente peludos cuando el pelo dejó de ser una necesidad biológica hace miles de años con la invención de...la ropa.
-Los hombres tienen sus genitales expuestos y colgando. No se que tiene que ver, pero es cierto. Además tienen un umbral de dolor infinitamente más bajo que las mujeres. Y eso no puede ser bueno.
Desde que tengo uso de razón creo desde el fondo de mi mente (el corazón es para pussies) que una mujer para ser plena tiene que ser independiente, salir de la casa, hacer cursos, cursos, cursos (no importa de qué, todo vale: Pilates, pintura, macramé, marketing, literatura, lenguas [si son muertas mucho mejor]). Básicamente alejarse sistemáticamente de todo lo que la ligue con el hogar y sus tareas.Soy hija de una generación criada por abuelas amas de casa y madres endiabladas. De golpe nos enteramos de que el orden de los factores SI alteraba el producto (y vaya que lo hacía): dejamos atrás el casarse virgen y tener hijos y pasamos a tener la mayor cantidad de novios posibles (para poder comparar y no quedarnos con el primer boludo que se nos cruce), ser lo menos virgen posible, estudiar, estudiar, estudiar, formarnos sin parar, secundario, universidad, grado, posgrado, remilgrado, aprender a manejar, comprar, darnos gustos por superficiales que sean, ponernos de novios, romperle el corazón a varios, nunca llorar por un amor no correspondido (porque él se lo pierde, machista hijo de puta), después convivir (para ver que onda, no vaya a ser que en la primera semana de casados nos encontremos durmiendo con el enemigo, en lucha constante por el mismo lado de la cama y a él le guste Fútbol de primera y a vos te guste The Office), casarnos si no queda otra alternativa (porque ¡¿para qué te querés casar, nena?! si ahora las concubinas tienen los mismos o más derechos que una esposa) y por último, si tenemos ganas y sobre todo tiempo, tener hijos.
Tanto machacar, algunas de esas ideas germinaron en mi cabeza como un poroto que se aferra al papel secante en un frasco en alguna aula de primaria. Entonces, odio lavar y limpiar. Porque ¿Por que tengo que lavar y limpiar? ¿Porque soy mujer?. Pero, al parecer hubo una falla en la Matrix, y algunas de las ideas de mi abuela, adobadas con algunas películas idealistas de amor se filtraron, se mezclaron y desvirtuaron un poco tantos años de instrucción feminista. Y de golpe, volví a creer en el amor, ponele. Y, aunque me gusta estudiar y dedicarme a mi profesión, me dieron ganas de casarme y tener hijitos. Suicidé a Mafalda y le hice resuscitación cardiopulmonar a la Susanita en mi interior. Mami...¿me perdonás?