Soñar es una de mis actividades favoritas. Desde que era chiquita, desde el momento en que cerraba los ojos hasta el momento en que los volvía a abrir, no paraba de soñar. Si a la mitad de la noche me despertaba para ir al baño, tenía la capacidad de ponerle "pausa" al sueño y, al volver, retomarlo exactamente donde lo había dejado. Mi vida onírica era más prometedora que mi vida real: podía volar, caminar desnuda sin vergüenza, me encontraba muchísima plata tirada por la calle, tenía novios famosos y medía como 10 centímetros más. Mi vida en sueños era tan o más activa que mi vida real y por eso mientras más dormía, más cansada me levantaba al otro día. Cuando lo conocí a Matías, le pregunté qué soñaba él. Me dijo que nunca soñaba. Le expliqué la teoría de que todos soñamos pero algunos nos acordamos de lo que soñamos y otros no. En realidad no creo nada en esa teoría. Creo que hay gente que sueña y otra que no. Por eso Matías era capaz de dormir 3 o 4 horas y levantarse fresco como una lechuga y yo no. De todos modos, no le dije nada para que no perdiera las esperanzas. Hace más de un año que duermo con Matías al lado. Hace un par de meses empecé a notar que cada vez soñaba menos. Me acordé de que mis primas me contaron que una vez, hace mucho, cuando eran chiquitas, estaban durmiendo las tres en la misma cama, apretadas entre sí, y las tres soñaron lo mismo: que andaban en bicicleta. Hoy me desperté y me sentí vacía y descansada. Matías, remoloneando y con los ojos semiabiertos, me dijo:
-"No sabés lo que soñé".
Ahí me di cuenta de todo. Matías me robó los sueños de tanto dormir cucharita.
-"No sabés lo que soñé".
Ahí me di cuenta de todo. Matías me robó los sueños de tanto dormir cucharita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario